«Isidro el chileno», en el mes de la nostalgia (primera parte)

En el barrio donde crecí, frente a mi casa, existía un ranchito que fue decayendo hasta caer. Muchos años después, vine a conocer un poco de su historia, gracias al incansable Profesor Omar Moreira, que, como siempre, generosamente me enviaba materiales relacionados con este pueblo que tanto quiso.

Comparto aquí el artículo que  apareció en el periódico La Unión de Minas, en el año 1981, y que recrea  un pintoresco almacenero de los años 30 y su comercio, de forma detallada y maravillosa. El texto es de un periodista también vinculado a nuestros pagos.( Para muchos, seguramente hay términos desconocidos, pero tal vez algunos lectores recuerden muchos de los detalles que aquí aparecen: ideal para la Nostalgia)

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El simple anuncio materno de ser al comercio de Isidro que debíamos concurrir en procura de provisiones, sustituía en nuestro semblante el frecuente desgano ante la suposición errónea, por un exultante chispear de ojos gozosos.

Qué párvulo de mi tiempo -niño o niña de las inmediaciones- no experimentó la misma sensación en idénticas circunstancias-¡cuál no llegó al último rancho de Bulevar Artigas (acera este, entre De los Treinta y Tres y 19 de Abril), con el paladar endulzado de antemano, convencido de que, adquiriera o no allí los encargos, «la yapa» de pequeños trocitos coloridos de apariencia vítrea, no se haría esperar!

En un par de caramelos suizos, comercializados entonces a «ocho por un vintén», o un napoleón, bizcocho seco, chatito, marrón, Isidro Craxel, el chileno, más que un obsequio entregaba la certificación de su afecto al vecino cliente y a los chicos comisionados.

Invariablemente se refería a estos llamándoles «machito» si era varón, y «tita» siendo niña.

Singularizaban su estampa el corte de cepillo, bigote amplio recortado, blusa de brin descolorido, solamente prendida en el botón del cuello y pantalones inconciliados con la plancha. Sin duda esto, consecuencia de su obstinada soltería.

Comenzando los años 30, Isidro ya ocupaba aquel edificio de piedras y quincha espesa, al que, sin grietas, fácilmente se le advertía la vetustez en el deterioro de la paja y desprendimientos de revoque. Situado a pocos metros de la línea de la acera, la ventana a la izquierda del visitante, daba luz al escritorio. La  de la derecha, correspondía al dormitorio. La única entrada desde la calle franqueaba el despacho.

Hasta la altura de la pared trasera, estantes colmados de envases. Latas multicolores con exposición transparente. Cajas trascendidas por el aromático sabor del contenido. Botellas lacradas y etiquetadas fuera de fronteras. Bolsitas de cascarilla, cocoa, harina de maíz. El rincón ferretero, junto a la pila de ropas masculinas de trabajo.

Entrando, a la derecha, los cajones de fideos. Suspendidos del envarillo, artículos de enigmática procedencia, casi todos usados a los que la inventiva frondosa del comerciante desplazaba el añoso polvo que los cubría, haciéndolos ver con un halo brillante, gracias al toque mágico de su leyenda.

«Si te digo, Machito, que a esa guitarra la usó Gardel, tendría que hablarte mucho». «No, Tita, ese espejito no te lo vendo; quiero conservarlo, era de…Libertad Lamarque». «No aseguro, pero tengo el dato que aquel rebenquito trenzado fue de Fructuoso Rivera». «Como para no estar roto el forro de esa boleadora. Era de Aparicio». Héroes y artistas personificados en útiles característicos de su quehacer esencial.

Nadie le creía, pero sabiéndolo sin propósitos de lucro en caso alguno, en sus afirmaciones se interpretaba la sincera admiración suya por los presuntos primitivos dueños de los objetos.

Cuando cien pesos era mucho dinero, y pocos comercios renombrados lograban ese ingreso diario, mi padre necesitando cambio me mandaba allí. Isidro iba al dormitorio, sacaba el baulito de abajo de la cama y volvía con el equivalente.

Claro que yo tenía recomendación terminante de no insinuar la permuta en presencia de personas que no fueran mayores, muy conocidas de la vecindad.

Orador fúnebre infaltable en cuanto sepelio hubo en el pueblo, adelantábase al cortejo y esperábalo junto a la tumba. Trajeado rigurosamente de negro, sombrero alto de fieltro sin moldear, moña de cinta volandera.

Apretados los dolientes en el último instante de proximidad física con el fallecido, Isidro extraía del bolsillo el manuscrito, y en tono compungido comenzaba la oración. En muchas oportunidades recurrió al pañuelo para enjugar sus lágrimas. En el entierro de un nonagenario le ocurrió un percance anonadante. Los párrafos del discurso se justificaban, hasta llegar a: «esta fosa tan prematuramente abierta…»

Sonrieron unos cuantos y más de uno no pudo reprimir la risa. Ese discurso lo había pronunciado días pasados en la despedida de un niño. Una furtiva transposición de papeles motivaba el ridículo.

Su vecino inmediato era don Pedro Alvariza, padre. Platicaba a diario con Isidro, que atendía gustoso al anciano. Este tenía mentas de ser hombre de pelo en pecho, pronto de genio y armas llevar. Aludía a Laurindo Gutiérrez, acaudalado terrateniente de Olimar Chico a principios del siglo. Cuando finalizó, Isidro recordó una difundida versión, quizás adornada por él para hacerla más grata al interlocutor: «Sabe, sabe, don Pedro, sabe, Laurindo Gutiérrez compró una caja de fósforos cuando tenía quince años, murió de ochenta y seis y le quedaba tres». Trémulo le enfrentó el anciano: «Pero trompeta, como vas a decir eso de tío Laurindito»!!

Los ademanes no eran tranquilizadores. Sin embargo, las solícitas disculpas del inculpado, y el aprecio mutuo, obraron eficazmente.

 

isidro el chileno

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